domingo, 19 de octubre de 2008
El amor -lo sabe- no puede ser una experiencia a medias...
El despertar
Reunidos en una tarde en el dique que resguardaba al campo del lago, pescando con los ojos las agujetas que nadaban bajo los coágulos flotantes del petróleo y se aproximaban suspicaces a las rocas de la base, Daniel hizo nuestras las imágenes de una historia que-leída o vista en la televisión- lo obsesionaba: Un capitán de barco está en un bar de mala muerte. Imagínatelo vestido de negro y con uniforme antiguo. El hombre está apoyado en la barra y empina un vaso tras otro después de atravesar por meses el Pacífico. Desde un extremo del bar, alguien mira: un viejo, sí, un viejo zorro de los mares ya retirado de todo oficio. El viejo sabe que el capitán sufre, el viejo lo intuye con solo verle las arrugas en el rostrointuye con solo verle las arrugas en el rostro. El capitán volverá a partir del día siguiente y ahoga un lamento secreto en el círculo vidrioso que le devuelve a cada vaso vacío. El capitán zarpa al amanecer y el velamen amplio del navío se confunde en el horizonte nebuloso. El viejo leyó en ese rostro deshecho por el salitre de los días venideros del capitán: sabía que esa angustia se pagaría en alta mar, sabía que en alguna isla remota del pacífico la tripulación divisaría un pez grande y arqueada a la deriva, sabía que divisaría un pez grande y arqueado ala deriva, sabía que tiraría una red y que lo traerían a bordo, sabía que nadie creería lo que los ojos revelaban: una sirena adormecida, pálida, de belleza irrenunciable.
El viejo la ve a través de la mirada del capitán, el viejo la caricia desde la distancia y no se sorprende de que el capitán la forre en un manto y la aparte de la vista de los demás encerrándola en su camarote. El capitán vela por la lenta recuperación de lo que ya es un sordo amor: paños calientes en el rostro sublime, toallas de seda en los senos perfectos, cepillo de cubierta en las escamas tornasoladas. El hombre besa ese rostro cuando despierta, el hombre recorre con la lengua cada pedazo de esa piel inaudita. Pasa algunos meses antes de que, el día fijado el viejo vea regresar al capitán al mismo bar. El amor -lo sabe- no puede ser una experiencia a medias, no puede ser un deseo impedido por esa torcida naturaleza. Por eso se acerca el capitán, por eso se le acerca y deja caer en sus manos un frasco pequeño con el elixir milagroso. Sin decir palabra, el capitán recibe la pócima secreta, mientras el viejo le cierra las manos con las suyas y asiente con la cabeza. Esa noche, esa noche con el navío atracado en puerto, esa noche con la luna derramada en cada objeto de la cubierta, el capitán vació el elixir en la boca de la sirena dormida y le acario la frente hasta que el sueño lo derrumbó en el suelo. Al día siguiente, como un obsequio definitivo de los dioses, como una bendición que calmara su alma atormentada, el hombre abre los ojos a ras del suelo y descubre unos pies tenues caminan de un lado a otro del camarote como reconociendo un espacio, como buscando ejercitar sus primeros pasos. El hombre quiso besar esos pies, el hombre quiso acariciar esas piernas, el hombre quiso morder esos muslos antes de descubrir que, más arriba de la cintura, la cabeza de un pez antediluviano agitaba su mirada desorbitada mientras abría la boca pastosa.
ANTONIO LOPEZ ORTEGA.NATURALEZAS MENORES.
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