miércoles, 28 de octubre de 2009

Nosotros no - Jose B. Adolph

Nosotros no

José B. Adolph


Aquella tarde, cuando tintinearon las campanillas de los teletipos y fue repartida la noticia como un milagro, los hombres de todas las latitudes se confundieron en un solo grito de triunfo. Tal como había sido predicho doscientos años antes, finalmente el hombre había conquistado la inmortalidad en 2168.

Todos los altavoces del mundo, todos los trasmisores de imágenes, todos los boletines, destacaron esta gran revolución biológica. También yo me alegré, naturalmente, en un primer instante.

¡Cuánto habíamos esperado este día!

Una sola inyección, de diez centímetros cúbicos, era todo lo que hacía falta para no morir jamás. Una sola inyección, aplicada cada cien años, garantizaba que ningún cuerpo humano se descompondría nunca. Desde ese día sólo un accidente podría acabar con una vida humana. Adios a la enfermedad, a la senectud, a la muerte por desfallecimiento orgánico.

Una sola inyección, cada cien años.

Hasta que vino la segunda noticia, complementaria de la primera. La inyección sólo surtiría efecto entre los menores de veinte años. Ningún ser humano que hubiera traspasado la edad del crecimiento podría detener su descomposición interna a tiempo. Sólo los jóvenes serían inmortales. El gobierno federal mundial se aprestaba ya a organizar el envío, reparto y aplicación de las dosis a todos los niños y adolescentes de la tierra. Los compartimientos de medicina de los cohetes llevarían a las ampolletas a las más lejanas colonias terrestres del espacio.

Todos serían inmortales.

Menos nosotros, los mayores, los adultos, los formados, en cuyo organismo la semilla de la muerte estaba ya definitivamente implantada.

Todos los muchachos sobrevivirían para siempre. Serían inmortales, y de hecho, animales de otra especie. Ya no seres humanos: su sicología, su visión, su perspectiva, eran radicalmente diferentes a las nuestras.

Todos serían inmortales. Dueños del universo por siempre jamás. Libres. Fecundos. Dioses.

Nosotros no. Nosotros, los hombres y mujeres de más de veinte años, somos la última generación mortal. Eramos la despedida, el adiós, el pañuelo de huesos y sangre que ondeaba por última vez, sobre la faz de la tierra.

Nosotros no. Marginados de pronto, como los últimos abuelos, de pronto nos habíamos convertido en habitantes de un asilo para ancianos, confusos conejos asustados entre una raza de titanes. Estos jóvenes, súbitamente, comenzaban a ser nuestros verdugos sin proponérselo. Ya no éramos sus padres. Desde ese día, éramos otra cosa; una cosa repulsiva y enferma, ilógica y monstruosa; éramos Los Que Morirían. Aquellos Que Esperaban la Muerte. Ellos derramarían lágrimas, ocultando su desprecio, mezclándolo con su alegría. Con esa alegría ingenua con la cual expresaban su certeza de que ahora, ahora sí todo tendría que ir bien.

Nosotros solo esperábamos. Los veríamos crecer, hacerse hermosos, continuar jóvenes y prepararse para la segunda inyección... una ceremonia -que nosotros ya no veríamos- cuyo carácter religioso se haría evidente. Ellos no se encontrarían jamás con Dios. El último cargamento de almas rumbo al más allá, era el nuestro.

¡Ahora cuánto nos costaría dejar la tierra! ¡Cómo nos iría carcomiendo una dolorosa envidia! ¡Cuántas ganas de asesinar nos llenarían el alma, desde hoy y hasta el día de nuestra muerte!

Hasta ayer. Cuando el primer chico de quince años, con su inyección en el organismo, escogió suicidarse. Cuando llegó esa noticia, nosotros, los mortales, comenzamos recién a amar y comprender a los inmortales.

Porque ellos son unos pobres renacuajos condenados a prisión perpetua en el verdoso estanque de la vida. Perpetua. Eterna. Y empezamos a sospechar que dentro de 99 años, el día de la segunda inyección, la policía saldrá a buscar a miles de inmortales para imponérsela.

Y la tercera inyección, y la cuarta, y el quinto siglo, y el sexto; cada vez menos voluntarios, cada vez más niños eternos que imploran la evasión, el final, el rescate. Será horrenda la cacería. Serán perpetuos miserables.

Nosotros no.


***


José B. Adolph.
Hasta que la muerte
Moncloa- Campodónico
Editores asociados
Lima, Perú
1ra Edición, agosto de 1971